«Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2,15-16)
En este tercer domingo del tiempo de Cuaresma vuelve el Señor a regalarnos otra Palabra de Vida para profundizar y avanzar en el proceso de conversión que Él mismo desea llevar a cabo en nuestra vida, pidiendo nuestra colaboración para ir purificando nuestro ser de todo aquello que no agrada a Dios y que está lejos de la misión para la que nos ha dado la existencia, que no es sino darle gloria a Él.
Así, ya hace una llamada a conversión al inicio de la primera lectura: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás ídolos, figura alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra.» (Ex 20,2-4). Me recuerda este versículo la tercera tentación que sufre Jesucristo de parte del maligno cuando se encuentra en el desierto: «Y le dice: “Todo esto te daré si postrándote me adoras.” Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto.”» (Mt 4,9-1
El Señor muestra en esta Palabra el gran amor que nos tiene Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo, al que hemos conocido en la Iglesia, y, que, nos ha ido revelando poco a poco lo que hay en nuestro corazón, y cómo no nos desprecia por ello, sino que nos muestra el camino hacia la felicidad, que no es sino el mismo Cristo: «El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. No lo olvidemos: ¡El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad! Habrá siempre en medio una cruz, las pruebas, pero al final siempre nos lleva a la felicidad. ¡Jesús no nos engaña! Nos ha prometido la felicidad y nos la dará, si nosotros seguimos su camino» (Papa Francisco, Ángelus domingo 1 de marzo de 2015).
¡Cuántas veces al estar cansados, agotados, estresados, no caemos presa de los espejismos de la idolatría que nos presenta el maligno y como consecuencia, nos quedamos en la muerte, en el vacío! Ya dirá San Pablo: «El salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23). Sin embargo, el Señor no se ha escandalizado de nosotros, sino que cómo dice también hoy en la primera lectura: «Yo, El Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y tengo misericordia por millares con los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex 20,5-6). El Señor siempre muestra su gran misericordia cuando uno vuelve a él con el corazón arrepentido. Y, como dice el salmo responsorial, frente al señor de la muerte y padre de la mentira, (Jn 8,44), el Señor tiene Palabras de Vida Eterna, como le dirá Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Porque, como dice San Juan: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,15-17)